viernes, 31 de julio de 2009

Soy un ser humano y un ser urbano

En Camilo y Sebastián

Camino por la urbe entre autómatas de traje y corbata, de objetos de lujo; con alma pero sin conciencia de ella; por la calle entre beodos sin nombre, con alma y con calma; por la acera entre ruido y contaminación, motos, carros y buses sin calma, sin alma.
Paso desapercibido bajo mi roja chompa, me siento desapercibido gracias a la música en mis oídos; me sumerjo de nuevo en un lento caminar y quiero recordar lo que hice ayer, pero una linda chica de cabellos que combinan con mi chaqueta desvía mi atención, observo con calma su apresurado caminar y el suave meneo de caderas que le acompaña, la dejo de ver cuando voltea la esquina, y entonces vuelvo a estar atento del que corre, del que pita y el que me mira cuando grita, pero no me ve. Aun los recuerdo; en mi mente quedan los rastros de sus rostros luego de ver la hora; en mi caminar los vi a todos, me percaté de ellos.
Me siento en el paro del bus, ignorando la calle, para ver el graffiti que siempre espera allí a que alguien lo aprecie. Me gustan sus colores vivos y formas curvas; nunca lo leo, no quiero que me incite a meditar, no me importa su ética, quiero su estética, lo que me deja ver. De reojo veo el transporte que me acerca a los parceros.
Parado en el bus siento el aire entrar por la ventana y cierro los ojos para apreciarlo mejor, abro mi brazo y dejo entrar un poco de viento en mí, me gusta lo fresco que se siente. Canto la canción que ahora entra por mis oídos y quisiera moverme al son de ella, por ahora sólo muevo la cabeza, así está bien.
Cuando llego al parque monto con los panas y me prendo el bareto; ahora sí en mi salsa, ahora sí interactuando y no solo con monólogos.
Pienso de nuevo en la peliroja y en las gentes de esta ciudad, me pregunto por el lugar de su corazón, conciencia y alma; a veces me preocupa convertirme en uno más de ellos, en un normal, y me preocupa más que no se inquieten de ser autómatas.
-¡Parcero!, veni y fumate otro que te tostaste.
-¡Voy!


Andrea Arango Gutiérrez.

sábado, 18 de julio de 2009

Otra perspectiva de lo común: De la Universidad a la Casa

Por María Clara Calle.

Estas cosas que uno siempre piensa, estos viajes que uno siempre hace. Un lugar común del que parte el mismo bus en el que siempre viajo. El Coonatra sale de la Universidad de Antioquia, a eso de las 10 de la noche, conmigo abordo.

Antes de montarme, me despido con un prolongado beso del hombre al que amo. Me comienzo a subir a las escaleras metálicas y antes de pasar la registradora, el busero arranca. En una frase corta le digo al hombre al que amo: "Es que estaba esperando por mí, a que nos despidiéramos".

Mis pensamientos, los de siempre, continúan.

El bus pasa por la misma ruta de siempre: Universidad de Antioquia, Universidad Nacional, la Minorista, Calle Colombia, barrio Carlos E. Restrepo, Luis Amigó.

El semáforo que queda al frente de esta última universidad está en rojo. En la acera del frente, dos perros callejeros caminaban juntos, uno negro y otro café. El perro café, que era más pequeño, paró en medio de la acera mientras que el negro seguía caminando. De un momento a otro, el perro negro, que era más grande, volteó para mirar a su compañero y paró su caminar. Aunque parezca patético o increíble, el negro deshizo sus pasos para volver por el perro café y cuando estuvieron juntos de nuevo, comenzaron a caminar. Eso sólo lo había visto en las películas.

El Coonatra sigue andando, como siempre, por el camino usual, con la gente usual. San Germán, la Facultad de Veterinaria, el ITM, la 80 y el Éxito de Robledo. Allí hay un paradero de buses. Como siempre, el Coonatra paró a esperar más usuarios que, al igual que todos los días, se miden por lo que pagan. Si esta regla se cumple, quizá los buses sean los que más promueven la igualdad.

Mientras el bus paraba en el mismo paradero, una mariposa blanca, no más grande que la palma de mi mano, intentaba cruzar la 80 volando. No sé por qué, no fui capaz de preguntarle, pero su vuelo no era lo suficientemente alto como para pasar por encima de los carros, como siempre lo hace. Esta vez, tenía que esquivar toda clase de camperos, de camiones y de buses para no terminar aplastada en algún parabrisas.

Esa ventana, cualquiera que quede al lado izquierdo del Coonatra, en la que siempre me hago, fue la misma por la que dejé de mirar para concentrarme en las personas que estaban dentro del bus.

Un joven, un niño o un adolescente -no sé bien definir su edad- estaba parado muy cerca de la silla del conductor. Un jean bien pegado para hacer resaltar lo que muchos llaman "el equipo". Una camisa verde, de esas que las mangas apenas recubren los hombres y hacen marcar el abdomen; con brillantes en el pecho, dibujos extraños y un letrero que dice Ed Hardi.

El chico no está solo. Al frente suyo, hay dos sillas en las que están dos mujeres, dos niñas o dos adolescentes -no sé bien definir su edad-. Él se sostiene con las dos manos puestas en una de las barras laterales del bus, esas en las que la gente se agarra para no salir rodando en uno de los acostumbrados frenazos. Aunque hay varios puestos vacíos en el bus debido a la hora que es, él sigue parado frente a sus amigas.

El Coonatra sigue. Más 80, round point de Colombia, sube por Colombia y se introduce en Calasanz. El chico, agarrado de las barras, baja su cabeza hasta estar muy cerca de una de las mujeres. Repite constantemente el movimiento. Quizá no oye muy bien, quizá lo haga para que los bíceps se demarquen. En todo caso, el movimiento repetitivo es similar al que hacen los hombres para sacar espalda, ese que llaman El Cristo.

"Le di la mano a una gitana ayer para saber de mi buena fortuna. Me dijo: 'tú tendrás amores pero fortuna no tendrás ninguna'", balbucea uno de los parlantes del bus. Ismael Rivera vuelve a intentar que sus sabias palabras lleguen a los oídos de los acostumbrados pasajeros. "Porque en la palma de la mano está que muy claro leo que será feliz. Serás feliz con tus amores aunque se burlen sin piedad de ti".

Casualmente, el joven siempre tiene las cejas levantadas, haciendo que su frente se arrugue. Mientras sigue haciendo muchas especies de 'Cristos', mira a la ventana, que le sirve de espejo, y con su mano intenta acomodar el poco pelo que tiene. (Un motilado: 'el estadio'. Que nombres tan extraños que a la vez son tan comunes).

Más de la mitad del viaje, él se estuvo mirando en el 'espejo' haciendo especies de 'Cristos' y mirando su reflejo con satisfacción. La otra parte del tiempo, estuvo mirando a las mujeres, hablándoles de amores, de amigas, de situaciones, de peleas, de borracheras, de conquistas o de lo que siempre hablan algunos hombres para conquistar a ciertas mujeres.

Todo el camino estuve absorta en mis pensamientos acerca del hombre al que amo. Yo no vi ni los perros, ni la mariposa, ni el joven, ni las mujeres. No supe cómo llegamos hasta la 80 con San Juan, pero pude darme cuenta que estaba cerca del final de mi usual recorrido. Todo fue porque una mujer se me acercó para sacarme de mis pensamientos y hablarme de los perros, de la mariposa, del joven y de las mujeres que había analizado en todo su camino.

"Ya en esto te tenés que bajar, no se te olvide. Acordate: Caminás una cuadra por la Nutibara, bajás por una de esas calles por las que sólo caminan los que las reconocen, los de Laureles. Cuando llegués a la estación de Policía, girá a la derecha y caminá una cuadra más allá del Primer Parque, para luego voltear a la izquierda y llegar a tu edificio para que tu portero te abra la puerta. Acordate, acordate, el mismo camino de todos los días para llegar a la misma parte, encontrar las mismas personas y, extrañamente o normalmente, sentir cosas diferentes".

Y así fue: bajé por las mismas calles, cruzando las mismas aceras para llegar a la misma casa. Preguntándome y respondiéndome cosas locas acerca de la costumbre que, casualmente, a veces trae sensaciones diferentes.
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Los escritos etiquetados 'Otra perspectiva de lo común' seguirán apareciendo en el blog. Es lo que usualmente vivo en Medellín pero contándolo como lo vivo. "Acordate, acordate: el mismo camino de todos los días para llegar a la misma parte, encontrar las mismas personas y, extrañamente o normalmente, sentir cosas diferentes".

sábado, 11 de julio de 2009

La complejidad de lo diverso

Por María Clara Calle.

Una tarde de un día cualquiera, no hace mucho tiempo, mi abuela me dijo: "Mijita, serví pa' algo antes de que te murás. ¿Sí?".

Dentro de mis divagaciones, estaba la posibilidad de que varias personas de diferentes lugares tuvieran distintos significados de esta frase, con la que mi abuela me decía "hacé algo".

Fue entonces cuando me puse a pensar en cuán compleja es la palabra diversidad, esa que curiosamente viene en singular. Claro que antes de que mi abuela me dijera lo que me dijo, había leído un ensayo de Ángel Lunático (Cómo Cocinar un Muchacho) que fue el que verdaderamente me dejó con los pensamientos que hoy les muestro.

Siguiendo con la palabra diversidad, encontré que el Diccionario Larousse la define como 'variedad, abundancia de cosas distintas'. La Real Academia Española dice lo mismo sólo que pone más significados: desemejanza, diferencia, abundancia, gran cantidad de varias cosas distintas.

Si en una hoja de Microsoft Office Word escriben DIVERSIDAD y dan clic derecho sobre ésta y buscan 'Sinónimos'; después de unas cuantas palabras, aparecerá 'complejidad', 'sinfín', 'novedad' y 'amenidad'. Curiosa ramificación.

¿Por qué los humanos nos esmeramos tanto en encajar las cosas en una sola casilla? ¿Acaso algo no puede ir en varios cajones? Esa tendencia a clasificar, a dividir, a condicionar todo. Nada puede ser gris, todo tiene que ser blanco o negro, se está en el sur o en el norte, se es judío o cristiano, hombre o mujer, ilustrado o jumento. ¿Acaso uno no puede ser de todo un poco?

Este vicio de encasillar y de intentar poner todo en cortas palabras alcanza todas las facetas. La mayoría del tiempo me preguntan sobre mi posición política, intentando clasificar si soy uribista o del Polo, reeleccionista o antirreeleccionista, fascista o anarquista. La próxima vez que me pregunten por mi posición voy a decir 69.

Las cosas pueden ser inclasificables, innombrables, insoldables, indescifrables y no por eso se inmorales, impúdicas o inconvenientes.

La palabra DIVERSIDAD puede significar variedad, desemejanza, diferencia, divergencia, pluralidad, multiplicidad o también puede significar todo a la vez.

Dentro de esa necesidad de los seres humanos por definir algo y dividirlo hasta hacer que pierda su esencia, hemos llegado al extremo de encasillar y de condicionar, incluso, hasta la palabra diversidad: diversidad social, diversidad de lenguas, diversidad religiosa, diversidad étnica, diversidad cultural, diversidad sexual, diversidad de pensamiento.

Ojalá que algún día pasara con estas clases de encasillamiento lo que pasó con la definición de razas. Antes se hablaba de mestizo, negro, zambo, mulato, criollo o blanco. Después, cuando unos hicieron el amor con otros o cuando las mujeres fueron violadas por otra persona que tenía diferente raza, empezaron a surgir toda clase de combinaciones, hasta el punto de no poder definirlas.

Quizá algún día todas las cosas se empiecen a reproducir y a tener tantas raíces, tantas diferencias, tantos pensamientos y tanta divergencia que no haya la cantidad de frascos suficientes para contenerlas. Ojalá que se acaben las palabras para definir las reproducciones y que no haya intensión de clasificar, de dividir, de separar o de encasillar, sino que se tenga la intensión de comprender la palabra DIVERSIDAD.

Hasta que ese momento llegue, le haré caso a mi abuela y seguiré pensando en la palabra diversidad para ver si sirve (o si sirvo) de algo.

viernes, 10 de julio de 2009

Doctor Alberto

Por María Clara Calle.


El pelo canoso que le llega a la mitad del cuello, el mismo pelo que hizo que Héctor Abad Faciolince le llamara "el loco". Sus manos tambaleantes por efectos de la vejez y el primer pantalón y camisa que se le atravesaron al momento de vestirse. Con sus pasos lentos y sus manos en los bolsillos, Alberto Aguirre va caminando por todo Junín hasta llegar al Astor. Allí se sienta, abre el periódico El Tiempo para enterarse de las noticias con las que amanece el país y luego pide lo de siempre: un perico y un vaso de agua al clima.

No es extraño ver a Alberto leyendo periódicos o internándose en los libros, los mismos que le quedaron después de cerrar la Librería Aguirre junto a los que ha comprado por gusto. Su tercera hija, Beatriz, la menor, me dice que a todas les tocó vender los libros. Dice todas porque Alberto y Gloria sólo tuvieron hijas: "Nosotras tuvimos que aprender francés e inglés, así fuera un poquito, para poder atender a los clientes que venían".

Alberto, el abogado que defiende las causas perdidas, el profesor de derecho en la Universidad de Medellín, el Juez del Trabajo y el Magistrado del Tribunal Superior de la Sala Laboral. El fotógrafo, el editor, el columnista y el librero también es papá, es abuelo, es tío, es hermano y es esposo.

"Nosotros teníamos una finca en San Cristóbal, se llamaba Casabella. Cuando se acababa el fin de semana, nos bajábamos a Medellín en el Volkswagen verde que teníamos. - Gloria hace una pausa y comienza a sonreír - Alberto cogía la cabrilla y Beatriz, Anama, Clara y yo nos cogíamos de donde pudiéramos. Veíamos las curvas, veíamos los tacos y veíamos todos los carros, pero a él nada le importaba. Él tenían afán de lo que fuera y empezaba a hundir el acelerador y nosotras sentíamos que nos íbamos a chocar. Una vez Alberto iba manejando el carro, iba solo, y se fue a un hueco y el Volkswagen quedó volteado. Después de eso, él siguió manejando igual o más rápido".

El "doctor Aguirre", como le dicen varios hombres mientras él está sentado en la mesa tomando su perico y leyendo su periódico, también fue deportista, comentarista de fútbol en radio y prensa y director deportivo. Juega muy bien al ping-pong, destreza que heredaron sus hijas Ana María (la mayor) y Beatriz, ambas campeonas nacionales.

Pero también era un gran deportista cuando jugaba con sus sobrinos y sus hijas, todos niños. "Yo era el único de los grandes que jugaba beisbol con ellos, entonces me paraba en el corredor y los llamaba a todos. En total éramos como 12 personas".

Empezaba el juego. Los jugadores se dividían en dos equipos, Alberto jugaba en uno de ellos. Los niños eran mejores para correr, Alberto para batear. "¡El tío era más tramposo! Uno le ganaba en beisbol y él decía que no, que no había strike. Y uno bien chiquito que se iba a ponerle a alegar a Alberto Aguirre", cuenta Pablo, el más pequeño de todos los sobrinos.

Entre libros de toda clase, columnas y noticias, Alberto pasa sus días, sin salir de la ciudad pero caminando por el Centro de Medellín. Habla con el vendedor de prensa y consigue sus periódicos, habla con el lustrador de botas y le pregunta por la situación de Espacio Público. Evita el ruido de los conciertos y los barrios lejanos del Centro. Las mañanas para salir a comprar la prensa y sentarse a leerla en algún lugar, las tardes para adelantar su libro de la masacre en Santa Bárbara o escribir cualquier otra cosa. A las 5:00 p.m. su tradicional whiskey y luego, seguir con la rutina.

En un sillón azul, sentada mirando por la ventana, Gloria dice que no sabe cuándo Alberto dejó de pasear y de salir a donde fuera. "No sé si fue antes o después del exilio. El caso es que él antes iba y venía en su carrito con todas nosotras. ¿Ahora?... Ahora no sale de su casa, no le gusta pasear, no le gusta dejar la ciudad. Ya ni las fincas le gustan, él que nació en Girardota".

En 1987 fueron muchos los pensadores que cayeron abaleados en las calles de Medellín, a manos de unos gatilleros contratados para cumplir a cabalidad con la muerte de ciertos personajes que aparecían en una lista. Héctor Abad Gómez y Alberto Aguirre fueron unos de los muchos que estaban en ella. A Héctor Abad, amigo de Alberto, lo mataron un 25 de agosto. Alberto logró irse para Madrid, buscando refugio.

"Los tres años que estuve en Madrid fue como estar de paso, como estar en un aeropuerto donde se espera a que anuncien el vuelo a abordar. Estaba en una ciudad que aguardaba mi salida, lejos de todo. Fue un tiempo muy doloroso. Al menos aprendí a cocinar. Yo no sabía coser, no sabía lavar, no sabía nada - Alberto interrumpe para sorber un poco de su perico - Entraba por un vaso de agua a la cocina y Candela, la empleada, me regañaba: "¡Niño Alberto!, ¿qué hace aquí? Váyase para la pieza yo lo atiendo".

Alberto ha escrito en los periódicos El Mundo, El Espectador, El Colombiano y El Diario, en las revistas Universidad de Antioquia, Ideas y Valores, Eco, Cromos, Soho, entre otras. Fundador del Cine-Club de Medellín que más duró en la ciudad, traductor de Papá Goriot y editor de El Coronel no Tiene Quién le Escriba y de Marea de Ratas. "Es como si quisiera concentrar todo mi conocimiento y toda mi experiencia en la sola tarea de escribir, sin olvidar mi idea de que uno no debe casarse con ninguna profesión", dice con su voz pausada, su tono de voz fuerte e imponente que son muestra de su carácter. Como dijo alguna vez Gonzalo Arango, "si él (Alberto) se dedicara a la política, sólo aceptaría ser dictador".

Ya se acabó el perico que pidió hace algunas horas, el vaso de agua al clima quedó medio lleno. Alberto se para de la mesa del Astor y paga la cuenta, mientras más personas se le acercan para decirle "doctor Aguirre, un gusto conocerlo".

Se aleja por la misma calle que lo trajo. Lleva el periódico doblado bajo su brazo derecho, mientras que sus manos van en los bolsillos. Al mismo tiempo que camina, juega con un mondadientes que lleva en la boca. Poco a poco lo voy perdiendo de vista. Lo último que vi fueron sus pasos lentos y su pelo largo, canoso y suelto que se rehúsa a cortar.

viernes, 3 de julio de 2009

Uribe y Obama: ¿TLC?

Por María Clara Calle.

Esta foto apareció en primera plana del periódico paisa El Colombiano el día jueves, 2 de julio. Las viñetas, o comentarios, o pensamientos o como quieran llamarlo, fueron añadidos por una persona, cuya identidad me reservo.

La publico para que ustedes también la disfruten.

La rutina lechera

Por María Clara Calle.

Con un tono de voz alto y una secuencia que es difícil seguir, Cristóbal y Valentín van llamando a las vacas una a una. "Capuchina, Capuchina, Capuchina". Una vaca comienza a acercarse y a correr las que se interponen en su camino. Cristóbal se sienta en su butaca, unta las ubres de Capuchina con un procesante de color oscuro, pone cada uno de los brazos de la pezonera en cada una de las ubres de la vaca y la pezonera comienza a ordeñarla. La leche de Capuchina va dirigida hacia el tanque de almacenamiento a través de un tubo transparente.


Una casa con la típica arquitectura de las casas antioqueñas de antes: un corredor bordeando toda la casa, demarcado por un muro que a la vez sirve de asiento. El entejado con tejas de barro y de color rojo, las columnas rectangulares de madera que ayudan a sostener el techo y que se levantan del piso. En la esquina, una mesa y sentados alrededor de la mesa, están Fernando Vélez y Martha Elena Zapata, esposos que se dedican al campo desde hace muchos años, especialmente, a la crianza de vacas.

Con sus botas puestas, preparado para ir a ordeñar, Fernando me señala un vasto campo. "Don Valentín Pérez es dueño de todos esos potreros que usted ve ahí, excepto uno, que pertenece a la Finca La Manuela, de resto, todos los alquiló él". Toda la tierra que señala Fernando queda en la vereda Catacorte, perteneciente a San Pedro de los Milagros, pueblo del norte antioqueño.

En uno de los 28 potreros que señala Fernando están las 100 vacas de raza Holstein a las que van a ordeñar. "Valentín y Cristóbal, que es el que le ayuda al patrón, vienen todos los días desde el pueblo en el carro: a las 3 de la mañana y a la 1 de la tarde, que son las horas de ordeño. Yo ayudo echándole la comida a las vacas, arrimándolas y montando todo".

Esas 100 vacas de Valentín producen alrededor de 1900 litros diarios, cada vaca produce 20 litros en promedio y Colanta le compra a Valentín cada litro de leche por $800.

Para la primera ordeñada del día, Fernando tiene que levantarse a las 2 de la mañana. "Yo salgo cuando mis dos hijas y mi esposa están dormidas. Martha Elena se levanta muy tarde, como a las 7 de la mañana. Igual no tiene nada especial por hacer".

Ya llegó la camioneta donde vienen Valentín y Cristóbal. Ahora suben el tanque de almacenamiento al jeep que hay en la casa de Martha Elena y Fernando y todos los hombres se montan al carro.

Cuando el jeep llega al potrero, las vacas se van acercando solas al lugar donde las ordeñan, una estructura de madera que tiene un plástico por techo. Los tres hombres se disponen a bajar el tanque de almacenamiento y los bultos de cuido del jeep y a preparar las pezoneras, que son cuatro brazos metálicos que funcionan por conexión eléctrica y que se ponen en cada ubre de la vaca para absorber la leche.

"Eso con las pezoneras no demora nada. En cuestión de 4 minutos ya la vaca está ordeñada, uno sólo es poner el procesante antes y después de ordeñar para evitar la mastitis y poner la pezonera y todo queda listo. Todo va a para en el tanque de almacenamiento, que debe mantener la leche a cierta temperatura para que Colanta reciba la leche", dice Valentín sentado en una butaca de madera de no más de 30 centímetros de alto mientras revisa que todo el proceso siga como debe ser. "Uno tiene que ser muy organizado con esos tanques. Si hay uno mal lavado, con jabón o con mugre, Colanta no recibe la leche", dice Fernando mientras baja el tanque de almacenamiento.

El proceso continúa y las 100 vacas se van acercando una a una a medida que las llaman. "Manzanilla, Manzanilla, Manzanilla"; "Pilsen, Pilsen, Pilsen"; "Juana, Juana, Juana, Juana"; "Ranchera, Ranchera, Ranchera".

Mientras va acercando a las vacas, Fernando dice que el trabajo con ellas nunca para. "Cuando llueve, nos vamos a ordeñar con impermeables. Las vacas no tienen festivos ni vacaciones. Esto es seguido: dos veces al día, todos los días del año. Además, este negocio dizque no está dando, que sólo da para el cuido, el abono y todo para las vacas. No ve que por aquí ya hay unas fincas que se están dedicando a sembrar aguacates, porque lo de la leche ya no es buen negocio. Yo sigo trabajando en esto porque siempre me ha gustado, desde niño quise hacerlo".

Una a una, las 100 vacas fueron llamadas por sus nombres y fueron ordeñadas. Valentín regresa al pueblo y Fernando a su casa. Al día siguiente tendrán que estar ordeñando a las vacas a las dos de la mañana y esperar que Colanta recoja la leche de hoy, repetir el proceso a la una de la tarde y seguir con la rutina todos los días siguientes.