viernes, 30 de enero de 2009

Una noche de paciente

Hoy es jueves o viernes o cualquier otro día, la verdad, el nombre no importa en este momento y menos en esta clínica.

Es de noche y las únicas personas que veo en los corredores son unas mujeres que visten de blanco y llevan un pequeño gorrito del mismo color puesto en sus cabezas. No sé qué hacen para que el gorro ni siquiera se les mueva, lo más probable, es que se lo amarren a su pelo con unas pequeñas pinzas, de esas que son negras.

Casi todas las enfermeras tienen el pelo recogido, no pasan de uno 65 de estatura y la mayoría son de contextura delgada, claro que hay una que otra de sobrepeso.

Llegué a eso de las 5 de la tarde y después de un viaje en ascensor que se me hizo eterno, terminé parada en frente de un gran escritorio de mármol que tiene casi tres metros de largo. No vacilo ni un momento, no dejo siquiera que las enfermeras noten mi presencia. Mi destino: la pieza 716, donde está uno de mis progenitores, con quien pasaré la noche.

Al entrar a la pieza veo una camilla que tiene un letrero encima con el nombre de 'Israel Contreras'. Al parecer, este señor pasará una larga temporada en la clínica.

Camino unos cuantos pasos más y veo a César tumbado en la cama cuan largo es. Está cubierto con una sábana y dos cobijas, que las tiene desde la planta de los pies hasta la clavícula. Su brazo derecho, que está fuera de su cambuche, tiene una aguja de aproximadamente tres centímetros que le traspasa la piel y está sostenida por microporo. Puede sonar doloroso, y hasta lo es, pero ése es el único medio por el cual puede aliviar su dolor y su hambre. Razón: Obstrucción intestinal. Diagnóstico del médico: No comer ni tomar nada; "ni agua", como le repiten.

Después de tirar una cobija al suelo para dejar listo el que será mi soñoliento lugar, salgo a dar lo que mal llamado sería un paseo por el pasillo del séptimo piso en el que estoy. Ese olor como a enfermo y a la vez como a desinfectado me dan ganas de salir corriendo. Pero no hay de otra, la noche, esta noche, la pasaré en este recinto.

Lo único que encuentro para entretenerme es mirar dentro de las piezas, sólo un vistazo desde fuera. Ya son las 6:30 y casi todas las puertas están ajustadas. La razón es que en las clínicas el día se hace eterno. Las cosas dentro de las piezas funcionan muy distinto a como son en el mundo exterior. Aquí, las mañanas son largas y las tardes eternas. El sueño de los pacientes es como el de los búhos, ellos duermen, o hacen el intento, mientras que el sol alumbra la ciudad porque cuando llega la noche, el dolor parece hacerse más intenso para todos los pacientes. Pero no importa, es de noche y hay que hacer el intento de descansar.

Las únicas piezas que no han cerrado la puerta aún son la 712 y la 717, que quedan al lado y al frente del lugar donde está 'mi' paciente. En la 712, todavía no cierran porque el acompañante está afuera, haciendo lo mismo que yo: intentado entretenerse en algo. Él no mira dentro de los cuartos, sino que se para en una ventana para observar circular los carros, los gamines y los vendedores que, a estas horas, quedan por La Oriental.

Al mirarlo pienso que en algún momento él también estuvo internado en un hospital pues a ese señor, de aproximadamente 60 años, le falta el brazo derecho. Su mirada es alegre y jovial y, a no ser por las pocas arrugas que circundan su cara, se podría decir que es un joven que le falta mucho por vivir.

La pieza 717 es la que más me llama la atención. La puerta -que está entreabierta- sólo me permite leer el apellido de la paciente: Aguirre. La paciente tiene unos 13 años y yo diría que sufre del corazón. Su pelo castaño es muy largo, me atrevería a decir que le llega casi hasta la cintura, digo me atrevo porque lo tiene recogido con una pinza, de esas que tienen varios dientes y cambian de color con el sol.

Esta noche, Aguirre lleva una pijama de color rosa y en el televisor que mira con detenimiento se ven unos muñequitos que, debido a mi falta de televisión, no sé cómo se llaman.

La estoy mirando, pensando que si en verdad existiera un Dios esa niña no estaría ahora tirada en una camilla, sin saber si algún día podrá salir de allí para estudiar o, como es normal en Colombia, a trabajar. De repente ella se voltea, haciendo que mis pensamientos se vayan. La miro a los ojos y ella hace lo mismo, me sonríe como si nada estuviera pasando, como si ella no estuviera sintiendo ninguna clase de dolor.

Vuelve a darse una vuelta para intentar dormir y yo decido irme a cuidar a mi paciente, que bastante paciencia ha de tener para estar acostado las 24 horas del día y, por la noche, ser despertado cada hora por las enfermeras que entran prendiendo la luz para aplicar los antibióticos.

Esta noche me quedaré con el olor a enfermo y a desinfectado, estando pendiente de cada movimiento de César para no dejar que se lastime la herida de la operación.

Por Maria Clara Calle

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Clarra, está muy buena, gracias por escribir para nosotros.... heeee!! se le quiere....

Lucas Vargas Sierra dijo...

Los hospitales son una vaina jodida, en especial el olor a desinfectante... tanta asepcia enferma. Salud por el non-fiction señorita. Un abrazo

(Menos mal la noche no fue en emergencias... nada de habitaciones, catorce enfermos y sus acompañantes en una sola habitación. Gracias señor por la ley 100)

Anónimo dijo...

Recuerdo mi alfabetización (nunca le he visto sentido a ese nombre) en el sexto piso del hospital Pablo Tobón Uribe, Ala infantil. Siempre preferí asistir a las habitaciones de niños que no podían o no querían ir al salón de juegos, en parte para evitar a mis amables compañeros Alcazarianos -Alabado sea Odin, agradecido a las Nornas estoy por no haberme graduado de ese claustro-... en parte por preferir dedicarle en serio tiempo a un niño enfermo para hacerle más pasajero el dolor. El olor del desinfectante líquido (que debíamos aplicarnos en las manos antes y después de pasar tiempo con los niños) me dejó un rayón en mi sangrante nariz... Ese es el olor de un niño que podría ser niño para siempre jamás.